En 1857, el Imperio Británico fue amenazado por los cipayos, caballeros de la Compañía de las Indias Orientales, quienes desataron la rebelión anticolonial más sangrienta jamás sufrida por un imperio europeo durante el siglo XIX. Sin embargo, para encontrar paralelos a las atrocidades de los rebeldes, no hay que “ir más allá de la historia de la Inglaterra contemporánea”, como afirmaba entonces Karl Marx que, sin dejar de repudiar los crímenes de los cipayos, denunciaba las crueles represalias imperiales.
Londres, 4 de septiembre de 1857
Los excesos cometidos por los cipayos rebeldes en India son verdaderamente horribles, repugnantes, inenarrables, de esos que sólo pueden esperarse en las guerras de motines, de nacionalidades, de razas y sobre todo de religión; en una palabra, aquellos que la respetable Inglaterra tenía por costumbre aplaudir cuando eran los vandeanos quienes los perpetraban contra los “azules”, o cuando eran las guerrillas españolas contra los infieles franceses, o los serbios contra sus vecinos alemanes y húngaros, o los croatas contra los rebeldes de Viena, o la guardia móvil de Cavaignac o los golpistas de Bonaparte contra los hijos y las hijas de la Francia proletaria. Por más infame que sea la conducta de los cipayos, no es más que un reflejo concentrado de la conducta de Inglaterra en India, no sólo durante la época de la fundación de su Imperio oriental, sino incluso durante los diez últimos años de su larga dominación. Para caracterizar esta dominación, basta con decir que la tortura constituía una institución orgánica de su política fiscal. Existe en la historia humana algo que se parece a la retribución; y es regla de la retribución histórica que sus instrumentos sean forjados no por los ofendidos sino por los propios ofensores.
Los primeros golpes asestados a la monarquía francesa provinieron de la nobleza y no de los campesinos. La rebelión india no fue iniciada por los ryots, torturados, deshonrados y despojados por los británicos, sino por los cipayos, vestidos, alimentados, mimados, atendidos y consentidos por ellos. Para encontrar paralelos a las atrocidades de los cipayos no necesitamos, como pretenden algunos diarios de Londres, remitirnos a la Edad Media, ni ir más allá de la historia de la Inglaterra contemporánea. Basta con estudiar la primera guerra china: un acontecimiento de ayer nomás, por decirlo así. La soldadesca inglesa cometió entonces abominaciones sólo por placer, ya que sus pasiones no estaban santificadas por el fanatismo religioso, ni exasperadas por el odio hacia una raza conquistadora o impuesta por la fuerza, ni provocadas por la feroz resistencia de un enemigo heroico. Mujeres violadas, niños atravesados por lanzas, pueblos enteros quemados no eran más que atroces caprichos, que registraron no los mandarines sino los oficiales británicos mismos.
Excesos y crueldades
En la presente catástrofe también sería un error absoluto suponer que toda la crueldad está del lado de los cipayos y que toda la leche de la ternura humana fluye del lado de los ingleses. La correspondencia de los oficiales británicos destila odio. Uno de ellos, en una carta desde Peshawar, describe el desarme del Décimo Regimiento de Caballería Irregular, disuelto por no cargar contra el 55º Regimiento de Infantería indígena tal como le habían ordenado hacer. Suena exultante cuando informa que los hombres no sólo fueron desarmados, sino también despojados de sus abrigos y sus botas, y que tras recibir 12 peniques por cabeza fueron conducidos al borde del Indo, embarcados en botes y lanzados a la deriva del río, en cuyos rápidos, como el remitente se complace en imaginar, todos y cada uno de ellos habrá de morir ahogado. Otro nos informa que una vez, cuando ciertos habitantes de Peshawar provocaron una alarma nocturna al hacer explotar petardos de pólvora negra en honor de un casamiento (una costumbre nacional), a la mañana siguiente los autores de este incidente fueron amarrados y “fustigados de tal forma que no lo olvidarán fácilmente”. Cuando llegaron noticias desde Pindi acerca de que tres jefes indígenas estaban conspirando, sir John Lawrence mandó un mensaje ordenando que un espía asistiera a las reuniones. Tras el informe del espía, sir Lawrence envió un segundo mensaje: “Cuélguenlos”. Los jefes fueron colgados.
Un funcionario de los servicios civiles de Allahabad escribe: “Tenemos el poder de la vida y la muerte en nuestras manos, y les aseguramos que no somos indulgentes”. Otro afirma, desde la misma ciudad: “No pasa día en que no colguemos entre diez y quince (no combatientes)”. Un oficial escribe, exultante: “Holmes los cuelga por docenas, en ‘bloque’”. Otro, aludiendo al ahorcamiento sumario de un numeroso grupo de indígenas, dice: “Entonces fue nuestro turno de divertirnos”. Un tercero: “Somos firmes en nuestras cortes marciales, y a todo negro que encontramos lo colgamos o lo fusilamos”. Se nos informa desde Benarés que treinta zamindares han sido colgados bajo la simple sospecha de simpatizar con sus compatriotas, y pueblos enteros han sido reducidos a cenizas por el mismo motivo. Un oficial de Benarés, cuya carta aparece publicada en The London Times, dice: “Las tropas europeas se han convertido en demonios al oponerse a los indígenas”.
Y no debe olvidarse que, mientras las crueldades de los ingleses se relatan como actos de valentía marcial, y se las cuenta brevemente, simplemente, sin insistir en los detalles indignantes, los excesos de los indígenas, por más chocantes que sean, son deliberadamente exagerados. ¿Quién, por ejemplo, fue el autor del detalladísimo informe que apareció primero en Times y luego dio vueltas por toda la prensa londinense sobre las atrocidades perpetradas en Delhi y en Meerut? Fue un pusilánime pastor protestante que vivía en Bangalore, en la región de Mysore, a más de mil millas, a vuelo de pájaro, del teatro de la acción. Los auténticos informes de lo ocurrido en Delhi mostraron que la imaginación del pastor inglés era capaz de alumbrar peores horrores que la salvaje fantasía de un rebelde hindú.
Las horribles mutilaciones cometidas por los cipayos resultan más intolerables a la sensibilidad de los europeos que los cañonazos sin cuartel contra las viviendas de Cantón que ordenó el secretario de la Asociación por la Paz de Manchester, o que los árabes quemados en la gruta en la que un mariscal francés los había amontonado, o los soldados británicos desollados vivos con un látigo de nueve puntas por orden de una corte marcial, o cualquier otro procedimiento filantrópico que se use en las colonias penitenciarias británicas. Como todas las cosas, la crueldad sigue las modas, que cambian según las épocas y los lugares. César, un letrado hecho y derecho, relata con candor cómo a muchos miles de guerreros galos se les cortó la mano derecha siguiendo sus órdenes. Napoleón habría tenido vergüenza de hacer algo así. Prefería enviar a sus propios regimientos sospechados de republicanismo a Santo Domingo, para que allí murieran a manos de los negros o la peste.
El Tartufo de la venganza
Las infames mutilaciones cometidas por los cipayos recuerdan las prácticas del Imperio Bizantino cristiano o las prescripciones de la ley criminal del emperador Carlos V, o, en Inglaterra, los castigos por alta traición que registraba el juez Blackstone. Para los hindúes, cuya religión los convirtió en virtuosos en el arte de torturarse a sí mismos, estas torturas infligidas a enemigos de su raza y de sus creencias parecen muy naturales, y deben parecerlo aun más a los ojos de los ingleses que, hasta hace pocos años, cobraban rentas por las fiestas de Krishna, protegiendo y contribuyendo a los ritos sangrientos de una religión de crueldad.
Los rugidos frenéticos de “el viejo sanguinario Times”, como lo llamaba William Cobbett, su manera de interpretar un personaje furioso en una ópera de Mozart que se complace, al ritmo de los acordes más melodiosos, con la idea de colgar a su enemigo, luego quemarlo, luego descuartizarlo, luego desollarlo vivo; todo este furor de venganza parecería bastante estúpido si, bajo las declamaciones trágicas, no se distinguieran claramente los trucos de la comedia. The London Times carga con demasiada fuerza, y no sólo por pánico. Suministra a la comedia un tema que a Molière se le escapó: el Tartufo de la venganza. Lo que busca, simplemente, es hacer batahola para apoyar los fondos del Estado y encubrir al gobierno. Dado que Delhi no cayó, como las murallas de Jericó, con el soplo del viento, debe aturdirse a John Bull con los gritos de venganza, para hacerle olvidar que su gobierno es responsable del mal que lo aqueja y de las dimensiones colosales que éste adquirió.
*Este artículo de Karl Marx fue publicado en The New York Daily Tribune el 16 de septiembre de 1857.
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