domingo, 22 de mayo de 2022

ELEGÍA A UN VENDEDOR CIEGO (Fernando Quilodrán)



Morir en Chile, en este 86 que no quiere quedarse, demorarse como si fuera un siglo
en vez de un año,
morirse y no “arribita a la izquierda”, en el cuerpo C del Mercurio,
sino anónimo, o casi, viene siendo, a pesar de todo,
una de las cosas más baratas del mundo.
Tan barata, que el poeta no entiende cómo a los de Chicago
no se les ha ocurrido aprovecharle las “ventajas comparativas”:
vaya a morir a Chile,
vaya a morir por pocos dólares
a Chile.
Muere arrancando de ellos, frente a la Biblioteca Nacional,
el muchachito que clandestinamente desparrama sobre la fría acera
los clásicos de siempre: le trae el Dante, le trae,
la Divina Comedia y Thomas Mann, le trae,
y Neruda con las Alturas de Macchu Picchu todo por cien pesos,
le trae.
Y el Angel Azul y los poemas para niños de la Divina Gabriela,
le trae.
Pero llegaron ellos, 
le llegaron,
y tuvo que arrancarse, con sus clásicos de ahora y de siempre,
sus best sellers,
de prisa reunidos, revueltos, irreverentemente lomos arriba, abajo, de costado,
y meterse por entre los vehículos de esa hora,
hora de siesta aldeana, mediodía de azul y nubes de sospechosa blandura almidonada,
por entre los vehículos como si él fuera también un taxi, o una Plaza Egaña,
o simplemente algún polucionante camioncito de  mudanzas.
Pero nada de eso era: sólo un muchacho que le tenía los clásicos,
a cien pesos Tolstoy la Guerra y la Paz,
los Poseídos y de Bécquer las rimas inmortales,
y por eso no tuvo más remedio que morirse cuando fue embestido,
con toda su preciosa, selecta, culta y de oferta, increíble oferta, mercancía,
y allí se quedó, tirado, con sus ojos obsesivamente estableciendo geometrías
entre estrellas que ni siquiera se habían presentado en el cielo,
porque era mediodía,
tan sólo el mediodía, 
igual que el vendedor de Súper Ocho, que también se quedó entre dos micros,
p´al regalón trayéndole, a diez pesos trayéndole
el rico Súper Ocho, 
o como el cieguito que se cansó de que no lo dejaran vender lo que les traía,
ellos no lo dejaron,
y se botó en huelga de hambre
y el curita les dijo, les suplicó, que cuidaran la vida que Dios, así les dijo, les había dado
pero era justamente por eso que peleaban ya treinta días sin más que alguna agüita.
Porque, ¿de qué otra forma iban a cuidar esa preciosa vida, que Dios les había dado, si no era trabajando en lo que podían?
Trayéndoles pañuelos de papel, trayéndoles; y ballenitas para el cuello y galletitas finas, trayéndoles…
Y como nadie decía nada, o eran tan pocos que apenas si se oía,
él se cansó,
de todo se cansó,
de que ellos los apalearan se cansó,
de las promesas, 
de las súplicas, 
¡puchas que es triste ser ciego entre los ciegos!,
y una noche interrumpió su largo ayuno
para ir a suspenderse entre la tierra y el cielo,
como un pájaro extraviado entre serpientes y al que algún día,
¡milagro, milagroso milagro!,
los ángeles, los niños, las hadas de los cuentos, quienquiera que fuera pero de cierto, de verdad pura,
le traen alas,
para que vuele lejos y alto le traen alas,
para que se reúna con el muchacho de los libros y el chico de los Súper Ocho,
le traen alas,
en algún lugar del mundo,
le traen alas,
en algún lugar que no sea esta copia infeliz del Edén,
le traen alas, 
lejos de ellos, que los persiguen y apalean,
le traen alas,
lejos de lunes o miércoles o sábados gigantes,
le traen alas,
y de fulanos delegados y damas a colores, 
le traen alas.
Les traen alas para que vuelen y libres,
y no tengan que pasar hambre ante notario para poder comer,
les traen alas,
ahora y no en la muerte,
les traen alas.

Santiago, 24 de abril de 1986.

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